Tomás Cabezas
Un hogar no es solo una estructura de concreto y ladrillos, es el lugar donde uno tiene un sentido de pertenencia, abrigo y calor. No es casual que la palabra “hogar” provenga de “hoguera”, ese fuego doméstico que, desde tiempos inmemoriales, ha reunido a familias, templando los inviernos y haciendo de la casa un refugio. En O’Higgins, ese calor ha sido históricamente alimentado por la leña: un recurso no solamente ancestral, sino que accesible, y profundamente enraizado en las costumbres de sus habitantes.
En marzo pasado, sin embargo, se impuso una restricción al uso de calefactores a leña en 17 comunas de la región. En Rancagua y Machalí, la prohibición fue total; en otras comunas como Graneros, Mostazal, Doñihue, y Requínoa, se prohibieron las antiguas salamandras y cocinas a leña, especialmente las hechizas. La medida busca disminuir la contaminación atmosférica, una preocupación legítima. Pero ¿se puede combatir la contaminación castigando a los hogares más vulnerables, sin ofrecer soluciones reales?
Llamar deficiente a la campaña de información es poco, muchas personas no saben qué artefactos pueden o no utilizar, y en varias comunas creyeron erróneamente que la prohibición era total. A esta confusión se suma una presión económica creciente. El precio de la electricidad subió un 10% a fines de 2023, y en julio de este año según la Superintendencia de Electricidad y combustible, se proyecta otro incremento del 7,1%, los incentivos para el cambio de calefacción son pocos, dejando muchas veces de lado a la deteriorada y menospreciada clase media. Exigir a las familias que abandonen la leña sin subsidios efectivos ni alternativas sostenibles es pedirles que elijan entre contaminar o pasar frío.
El Estado debe avanzar hacia una transición energética justa, que considere la realidad económica y cultural de las personas. La leña, mal utilizada, contamina. Pero también calienta, une y sostiene. No se trata de defender el humo, sino de defender el calor humano que habita en la idea misma de hogar. Castigar a quienes no pueden pagar otra forma de calefacción no es política pública: es indiferencia disfrazada de ecología.