Había una vez un país donde el tiempo se medía en debates. Las horas, los días, los años se deslizaban entre palabras, discursos y promesas. Era un lugar donde la reforma a las pensiones se había convertido en una especie de mito; algo siempre al alcance de la mano, pero nunca realmente palpable. En ese país, la discusión había comenzado cuando muchos de sus habitantes eran jóvenes, y ahora esos mismos ciudadanos veían sus cabellos plateados mientras esperaban una solución que nunca llegaba, pero todos coincidían en que era “urgente”.
El problema no era la falta de diagnósticos. Todos sabían que el sistema estaba roto. Las pensiones eran escasas, indignas. Se hablaba de justicia, de dignidad, de equidad, pero las soluciones parecían estar atrapadas en el laberinto de intereses y tecnicismos. Políticos, expertos y economistas debatían con fervor, mientras las personas en las calles veían los mismos titulares una y otra vez, con palabras que ya no parecían tener significado.
Finalmente, un día, después de décadas de promesas incumplidas, una propuesta llegó al Congreso. Fue celebrada como un avance histórico, como el fin de una era de incertidumbre. Pero cuando los detalles comenzaron a conocerse, la alegría inicial dio paso a la confusión y luego al escepticismo. ¿Esto era todo? ¿Esto era lo que habían esperado durante tanto tiempo?
La ciudadanía miraba con desconfianza. La nueva solución, aunque mejor que el sistema anterior, parecía insuficiente para garantizar pensiones que permitieran una vejez tranquila. Los cambios parecían más un ajuste que una transformación. Las desigualdades persistirían, y el temor de pasar los últimos años en la precariedad no se disipaba.
En las plazas y en las cocinas, la gente comenzó a hablar. No de cifras ni de porcentajes, sino de cómo había sido vivir con la incertidumbre de un sistema que nunca se atrevió a cambiar de verdad. Hablaban de sus padres, que habían trabajado toda una vida para recibir migajas. De sus hijos, que ahora también deberían cargar con un sistema que no ofrecía un futuro mejor.
La historia de este país, por ahora, sigue inconclusa. Quizá algún día quienes tienen el poder de decidir dejen de hablar en círculos y se atrevan a construir algo que realmente haga la diferencia. Mientras tanto, los ciudadanos siguen esperando, midiendo el tiempo en debates interminables y soluciones a medias.