El 11 de septiembre no es una fecha como cualquier otra para nuestro país, no una, sino dos veces la continuidad y estabilidad democráticas del país se vieron quebrantadas en esa misma fecha, en dos momentos del siglo XX, ciertamente la segunda, de 1973, de manera profundamente traumática para la sociedad chilena, con repercusiones políticas, económicas y sociales que perduran hasta hoy.
En ese contexto, y en un momento político en el que volvemos a discutir sobre democracia, Derechos Humanos y la legitimidad del poder, el recuerdo del quiebre institucional de 1973 debiera servir como base para reflexionar ya no tanto sobre el pasado, sino sobre nuestro presente y particularmente el futuro que le espera al país de no asimilar y asumir las lecciones de nuestra turbulenta historia.
La anomia social, la apatía y el descredito de la política y los políticos son ya un lugar común en nuestro país, sin embargo, no son condiciones inocuas para con el desarrollo de una sociedad, es más, resultan un fértil campo de cultivo para muy nocivas deformaciones institucionales que, más temprano que tarde, terminan con la instalación de gobiernos autoritarios y abusivos.
Si a eso sumamos el que, para un porcentaje nada despreciable de chilenos, no exista una diferencia sustancial entre un régimen democrático y uno autoritario, y que, por mayor seguridad, muchos estarían dispuestos a renunciar a sus libertades, el panorama es desolador, especialmente si tenemos en cuenta precisamente nuestra propia historia reciente.
Por eso, cuando asistimos a discusiones que vuelven a centrarse en los valores democráticos y su respeto, irrestricto o condicionado a ideologías, no podemos simplemente pasarlas por alto, como otra pelea de políticos más. Se trata de una de las divergencias más profundas e importantes que se puede tener en política, y genera un verdadero abismo de distancia entre las posiciones, los matices son difíciles de admitir en una cuestión de principios; se es o no se es demócrata, y todo lo que eso implica no forma parte de un menú, del cual elegir lo que nos gusta y dejar de lado lo que no. Las definiciones claras son tan necesarias como inevitables.
La democracia llegó a un punto de extrema debilidad en los años 70 del siglo pasado, precisamente porque muchos consideraron la democracia como un mero instrumento utilitario y fue perdiendo sentido y legitimidad ante la ciudadanía. Hoy vivimos preocupantes signos que nos alertan de una nueva debilidad institucional, ¿sabrá nuestra clase política leer las señales a tiempo?