Hace 80 años, el 10 de diciembre de 1945, una modesta mujer, que venía de Monte Grande, un perdido pueblo de nuestros Valles Trasnsversales, sin grandes estudios, títulos ni diplomas, pero con un corazón enorme y envuelta en un dolor gigantesco, compareció ante la corte del rey de Suecia, Gustavo Adolfo, para recibir el primer Premio Nobel de Literatura de un escritor de toda Hispanoamérica. Gloria para ella, gloria para Chile, gloria para Hispanoamérica.
Con ella iba esa pequeña cuyo padre abandonó el hogar cuando tenía tres años, que a los catorce años comenzó a enseñar, improvisadamente, que a los quince publicó sus primeros poemas en el diario “El Coquimbo” de La Serena, con su seudónimo que la hizo famosa: Gabriela Mistral.
Iba con ella esa adolescente cuyo amor se suicidó, sumiéndola en el dolor que siempre la acompañó, pero cuyo poema “Sonetos de la Muerte”, inspirado en su desgracia, recibió el premio de los Juegos Florales, que la dieron a conocer. Dice en sus memorias que concurrió al Ateneo, y que rompió en llanto cuando se comunicó que el premio le pertenecía a una poetisa llamada Gabriela Mistral. No subió al escenario, que la esperaba, porque según dijo, no estaba preparada. Era una mujer pobre en pertenencias y modales, pero rica en talento.
No se casó, no tuvo la maternidad con que soñaba, y cuando adoptó a un sobrino como su propio hijo, éste, siguiendo a su primer amor, se suicidó, hundiéndola en el dolor.
Su ejemplo debe ser un modelo para los jóvenes de hoy, en cuanto se puede triunfar viniendo de una modesta aldea, no hay que vivir en las grandes urbes, cuando se tiene talento y voluntad. No se debe ir por la vida pidiendo, como ahora se usa, sino dando, como Gabriela lo hizo realidad.
Rendimos este homenaje de admiración y respeto a una mujer sola, que sufriendo tantos sinsabores, pudo crear una obra poética inmortal.
No es verdad que se nace con dignidad, ésta se conquista con esfuerzo, Gabriela fue el ejemplo.






