A veces me pregunto si Chile aún cree en María tanto como antaño. O si simplemente creemos en el recuerdo de haber creído. Parafraseando a Alberto Hurtado, es pertinente preguntarnos si acaso hoy Chile es o no un país mariano.
La pregunta se legitima desde el cuestionamiento a la fe en general, y a la Iglesia Católica en particular. Nadie ignora que las profundas transformaciones culturales del Chile postdictadura remecieron a las instituciones, incluida la Iglesia, y con ellas los valores que nos sostenían.
En ese sentido, Chile vivió su propio proceso de modernidad. Un proceso en el cual también resonaron los gritos del loco de Nietzsche: «Dios ha muerto. Nosotros lo matamos». Y continúan resonando, como réplicas telúricas de un sismo cultural.
Si por fe mariana entendemos una raigambre litúrgica que nos conecta, por ejemplo, con la promesa de O’Higgins, o con procesiones a santuarios, fiestas religiosas y devociones personales, la respuesta es que sí: Chile sigue siendo un país mariano.
Pero si entendemos por ella una fe viva, que impacta en las decisiones y opciones cotidianas de los ciudadanos, que se traduce en estilos de vida concretos, entonces no. Ya no lo somos.
Pienso que no es extremo ni errado decir que los creyentes de hoy, sobre todo las generaciones jóvenes, vivimos a la sombra del Avemaría. Es decir, como herederos de esa fe mariana. Pero no como testigos de ella.
No es este el lugar para profundizar en las causas subyacentes a esa sombra que habitamos, pero sí para no volver sobre el tema de los abusos en la Iglesia como explicación única y total. Pues, sin desconocer aquello, el fenómeno es mucho más profundo y complejo. No es episódico. Es cultural.
Y en esto, la Iglesia no ha sabido aprovechar la fe mariana para iluminar desafíos que atraviesan las sociedades modernas, como son por ejemplo la redefinición de familia, las relaciones afectivas, la educación de los hijos o el fenómeno de la nueva migración en Chile. Al contrario, al contemplar la figura de María, el discurso habitual sigue cimentado en lugares comunes: el Sí de María, la obediencia de José, la virginidad o el modelo bíblico de familia.
Mientras no iluminemos esa sombra con nuevas propuestas y preguntas —renunciando a los «odres viejos»— continuaremos rezando un Avemaría que ya no entendemos.