“Para el amor no hay edad”, dice una frase popular que resiste generaciones. Sin embargo, la psicología sostiene que, si bien es cierto que el amor puede surgir en cualquier momento, existen etapas del desarrollo personal que favorecen vínculos más sólidos y duraderos.
Durante la adolescencia, entre los 13 y los 19 años —y en su extensión hasta los 25—, las personas atraviesan un proceso profundo de autoconocimiento. En medio de la búsqueda de identidad, la inestabilidad emocional, la dependencia económica y las dinámicas sociales intensas dificultan el sostenimiento de relaciones amorosas estables.
El psicólogo Jeffrey Jensen Arnett, autor de la “Teoría de la adultez emergente”, plantea que la etapa de los 20 es una transición en la que aún se están definiendo objetivos vitales y personales. En ese contexto, comprometerse emocionalmente con otra persona que también está en ese proceso puede ser complejo.
Diversos estudios coinciden en que entre los 25 y los 30 años se alcanzan mejores condiciones para enamorarse con proyección a largo plazo. En esta etapa, las personas suelen haber completado su formación académica o establecido un camino laboral, gozan de mayor independencia económica y han alcanzado una madurez emocional que permite asumir compromisos con mayor claridad.
Además, entre los 25 y 30 años disminuye la influencia del grupo de pares en la vida cotidiana, lo que permite construir relaciones más autónomas y centradas. Algunos expertos extienden este rango hasta los 35, aunque advierten que, pasado ese umbral, pueden aparecer obstáculos como la resistencia a ceder espacios personales o modificar rutinas consolidadas.
No obstante, otros enfoques psicológicos indican que después de los 40 años también puede vivirse una etapa amorosa significativa. En este período, hombres y mujeres ya han atravesado otras experiencias de pareja, lo que les permite tener claridad sobre lo que buscan y asumir relaciones con mayor conciencia y profundidad emocional.
Así, aunque no hay una fórmula única ni edad universal, la psicología propone que el amor más estable suele surgir cuando la identidad está consolidada y se cuenta con herramientas emocionales para sostener un vínculo maduro.