A partir de la aprobación de la llamada ley corta de Isapres se ha venido dando una discusión en nuestro país acerca de si es o no correcto que se le entregue un plazo, en este caso más de una década, a las Isapres para devolver recursos que habrían sido cobrados de mala manera o de manera ilegal a sus afiliados.
Es una discusión legítima y completamente lógica si corresponde que el Estado le entregue un plazo de esa magnitud a quien ha incumplido la ley, pues es necesario recordar que esta ley se genera por un fallo de la Corte Suprema que obligó a las Isapres a devolver esos dineros y señaló expresamente ese fallo que esos dineros habían sido retenidos o cobrados de manera ilegítima o ilegal, sin embargo, el problema práctico es que el cumplimiento de ese fallo, sin más, simplemente significaría, según algunos expertos, el colapso del sistema completo, es decir la quiebra de las aseguradoras y en ese escenario más de 3 millones de afiliados habrían quedado simplemente sin cobertura y habrían debido Ingresar a Fonasa con todo lo que eso significa.
Pero, más allá de si es correcto o no, la pregunta que queda en el aire y que la discusión descrita, termina ocultando es ¿Cómo llegamos a esto? ¿Por qué la Corte Suprema tuvo que resolver de manera general y para todos los casos la devolución de esos dineros? Y más importante ¿Dónde estaba la superintendencia que se supone es la institucionalidad creada para fiscalizar la acción de instituciones privadas que administran fondos de todos los chilenos? ¿Qué hicieron en todos estos años?
Nos estamos acostumbrando a que las cortes resuelvan cuestiones que la autoridad administrativa debería hacer cumplir, sin esperar que los ciudadanos deban recurrir a la justicia para ello.
El modelo de fiscalización basado en superintendencias no parece tener su foco en la atención de los ciudadanos que requieren servicios de instituciones privadas que administran fondos de todos los chilenos, los “clientes” de éstas, son claramente las empresas que deben regular y no los usuarios, y, como sistema, no está dando el ancho, incubando quizás un descontento acumulativo en una sociedad que tiene cada vez menores grados de paciencia ante los abusos.
La reflexión final que inevitablemente debemos asumir como sociedad es cuál es el rol del Estado en materias tan sensibles como la salud, la educación o las pensiones, en las que el legítimo aporte privado impacta en la ciudadanía.