Contemplo extasiado el hermoso espectáculo por internet. Es uno de los grandes escenarios del planeta, en la pantalla luce imponente, repleto de gente, y apreciamos la sabia mezcla de teatro y música, que hace nuestra delicia. Podemos captar, gracias a las cámaras, los gestos detallados de cada intérprete, paladear la belleza de su capacidad actoral y de su voz, mientras en el pie de pantalla, el subtitulado nos comunica el libreto, de suerte que sabemos exactamente lo que estamos presenciando. Nos embarga la emoción y nos sentimos parte del espectáculo, más aun, nos sentimos complacidos de poder gozar de algo tan bello, sin haber tenido que viajar miles de kilómetros, ni pagar una elevada suma en euros, disfrutándolo en la paz y comodidad de nuestro hogar.
Más, de pronto nuestro entusiasmo comienza a enfriarse al considerar que realmente no somos parte del espectáculo, que no podemos saborear la atmósfera propia de toda gran velada, que no somos parte del auditorio presente, que no oímos el murmullo, que no estamos sentados en las estupendas butacas, ni podemos gritar nuestro descontento, o aplaudir a rabiar si nos gusta en exceso. Nuestros aplausos no los oyen los protagonistas. No podemos vaciar nuestros sentimientos, nuestra emoción, con esas personas que están realmente presentes, ni ver como es en persona esa maravillosa cantante que nos subyuga con su voz mágica. No podemos intervenir, influir, en lo que estamos viendo, tan bellamente. No podemos cambiar nada.
Entonces, como en un chispazo, nos salta a la vista la gran verdad, la explicación de por qué quien todo lo ve y todo lo oye, no puede intervenir ni cambiar el mundo en que vivimos. Es el gran telespectador, en su butaca lejana, en algún lugar que llama su casa, observa, como yo, a la distancia, el diario ocurrir, puede emocionarse, molestarse, pero no tiene ninguna posibilidad de intervenir, de cambiar lo que está sucediendo, no es parte del espectáculo, sólo lo mira.
Puede ver los asesinatos, el tráfico de drogas, la violencia intrafamiliar, la crueldad, la avaricia, puede emocionarse con la belleza, con el amor, con los nobles sentimientos, pero al igual que cualquiera otro, sólo puede sufrir o gozar el espectáculo, pero nada más. No puede cambiar nada.
No tiene sentido, entonces, que elevemos ruegos o plegarias al gran telespectador, porque al igual que yo o cualquiera de ustedes, queridos contertulios, sólo puede mirar y emocionarse, pero no puede intervenir ni cambiar el libreto. Esto corresponde a quienes realmente participamos en el espectáculo.
Es bueno darse cuenta y tenerlo presente.
Mario Barrientos Ossa.
Abogado y Magister en Derecho U. de Ch.
Director Revista Jurídica UAC